Javier López

3. Williams Manor

Índice

1. El sobre.

2. Entre las llamas.

3. Williams Manor.

4. Los sectarios.

(Continuará…)

3
Williams Manor

Voy dando cabezadas en el asiento trasero de un taxi mientras atravieso los bosques del condado de Westchester en dirección a Williams Manor.

A través de la ventanilla, veo pasar los robles centenarios como un borrón a ambos lados de la carretera. Al otoño apenas le quedan ya fuerzas en su pulso contra el invierno y la refriega entre ambos ha alfombrado el suelo del bosque de tonos ocres.

El tráfico es escaso, pero la carretera tiene más curvas que una bailarina de salón y los ocasionales vaivenes me impiden conciliar el reparador sueño que tanto anhelo tras la agitación nocturna.

«Una carretera… llena… de curvas. Como aquella noche…».

Me fuerzo a pensar en otra cosa.

Por ejemplo, en la resaca que tengo. Una resaca monumental.

Pero eso es fácil de arreglar. Me llevo la mano a la chaqueta, saco mi petaca y le doy un largo trago.

«Aaaah… Mucho mejor así —me digo—. Nunca dejes que la resaca te gane la partida».

Tras una hora de marcha, el taxi deja la carretera asfaltada y toma un camino de tierra flanqueado de helechos. El traqueteo de los baches me irrita y termina por arrancarme de mi dulce sopor.

El bosque es ahora más espeso y los escasos rayos de sol que atraviesan las ramas no han conseguido despejar la niebla que repta entre los árboles, arañando el suelo como si de blancos brazos esqueléticos se tratase.

Por fin, el taxi se detiene ante una colosal puerta de rejas conquistada a medias por las enredaderas y la herrumbre. El blasón de Williams Manor se distingue a duras penas entre las hojas de madreselva.

Salgo del coche con un bostezo pensando en cómo algunas familias prefieren aislarse en sus jaulas de oro y alejarse del mundo. «Pero a veces estas jaulas se oxidan», me digo mientras contemplo los restos apenas visibles de pintura dorada en las rejas.

—¡Cuidado con los fantasmas! —ríe el taxista con sorna mientras arranca el coche y levanta una nube de hojas al emprender el camino de vuelta.

Lo observo marcharse mientras sus palabras se convierten en un eco en mi cabeza.

Hace años, cuando Sofía, la actriz con la que se casó Lord Edward aún vivía, Williams Manor era el centro alrededor del cual orbitaba la alta sociedad. La noticia de un Lord casándose con una artista de baja cuna había sido todo un escándalo en su época. Pero esto era América, no Inglaterra, y la nueva «Lady» se había ganado el corazón de la opinión pública con rapidez.

Tras la trágica muerte de Sofía, Lord Edward, cuya desaparición me ha traído hasta aquí, cerró las puertas de su mansión dejando que la enorme propiedad y los terrenos que la circundan se cubrieran de un manto de decadencia.

En los últimos años, tanto él como sus hijos se habían convertido prácticamente en unos ermitaños, abandonando la vida pública por completo y manejando sus negocios únicamente a través de intermediarios. Esto había dado pie, por supuesto, a todo tipo de habladurías y noticias amarillistas en las revistas de varieté.

La misteriosa muerte de Sofía y las excentricidades de las que había hecho gala en vida, no habían hecho más que avivar el fuego y la imaginación de la gente.

Lady Sofía había sido famosa tanto por sus alocadas fiestas en las que se derrochaban el champán y los platos exóticos, como por su fijación por lo esotérico: ella misma había ejercido de médium en más de una sesión de espiritismo para el disfrute de las damas neoyorquinas.

Un rechinar metálico me saca de mi ensimismamiento. El viento ha hecho que una de las pesadas puertas de metal gire sobre sus goznes, como invitándome a traspasar su umbral.

Me llevo una mano al bolsillo y toco distraído el sobre con el sello de Williams Manor. Aquí estoy yo: un pajarillo a punto de entrar en una jaula oxidada por voluntad propia… Dispuesto a descubrir qué fantasmas habitan dentro.

Me decido al fin y cruzo la entrada atravesando una hilera de abedules que oculta la mansión de miradas indiscretas. Tras unos pocos metros, los árboles dan paso a una amplia explanada con los terrenos de la mansión.

En la distancia, más allá de una rosaleda descuidada, se yergue Williams Manor rodeada de un espeso manto de bruma. Los minaretes de su recargada arquitectura victoriana desafían al paso del tiempo bajo un cielo gris plomizo.

Admiro la construcción durante unos segundos sintiendo en el vello de la nuca la electricidad estática del aire: se prepara una tormenta y espero que esta vez me sorprenda bajo techo.

No se ve ni un alma en el lugar, así que echo a andar con paso decidido hacia la estructura principal. La llovizna nocturna ha embarrado el terreno y me fuerza a ir con cuidado para evitar un resbalón.

Conforme avanzo, un hedor rancio proveniente de los setos del jardín me llena las fosas nasales… Como si algún animalillo hubiera quedado atrapado entre las raíces para morir allí olvidado, pudriéndose.

Dejo atrás viviendas de menor tamaño, quizás antiguas residencias de verano o casas del servicio. Erigidas en hilera ante Williams Manor me hacen pensar en los escuderos de piedra de un gran señor… Resultarían pintorescas si no fuera por la atmósfera opresiva que las rodea.

Las enredaderas y malas hierbas campan a sus anchas, como si hiciera varios años que ningún jardinero las hubiera metido en vereda. Algunos palacetes menores, en apariencia abandonados, se han rendido ante su abrazo, canibalizados en su totalidad por las hiedras trepadoras.

De improviso, una mujer a caballo surge del bosque al galope cortándome el paso. Me mira con el ceño fruncido mientras da una vuelta alrededor mía dirigiendo su montura con facilidad.

—¡Sígame! ¡Rápido! —exclama.

Y sin más, se dirige al trote de vuelta hacia la arboleda.

Mi sorpresa es tal que no atino sino a seguirla sin rechistar.

Tan pronto llegamos al amparo de los árboles, quedando la mansión fuera de nuestra vista, la mujer desmonta con agilidad del caballo, se planta ante mí visiblemente enfadada y me clava un dedo en el pecho.

—¿Qué parte de «actúe con discreción» no entendió? —me espeta, mirándome con unos ojos de un verde esmeralda que brillan con ira bajo sus largas pestañas. El pelo, rojo como el fuego, le cae sobre los hombros enmarcando un rostro de una belleza salvaje.

La proximidad de la mujer me trae un olor dulce, a perfume de lilas. «Ajá», me digo.

Ha sido una noche demasiado dura para aguantar numeritos, así que voy directo al grano.

—Vengo a rechazar el caso que me ofreció —respondo sin más.

—¿Cómo sabe que…? —Titubea un instante, pero se recupera con rapidez—. ¿Y ha venido hasta aquí apestando a alcohol solo para decirme eso? Si de verdad quisiera dejar el caso hubiera bastado con una llamada. —Termina diciendo, con gesto arrogante.

—A diferencia de su familia, a mí me gusta decir las cosas a la cara —respondo con tranquilidad.

La joven hace un mohín con sus labios voluptuosos y alza la barbilla.

—No puede rechazarlo —responde altiva.

—Ah, ¿no? —La observo un momento con diversión.

—No —afirma—. Ambos sabemos que usted necesita el dinero.

Me llevo la mano al bolsillo y le tiendo el sobre que había deslizado bajo mi puerta, con el efectivo intacto. No hace ademán de aceptarlo, así que cojo su mano y lo pongo en ella.

—Considere el que haya venido hasta aquí una mera cortesía —le digo con tono neutro.

Tras una inclinación de cabeza, echo a andar por el camino de vuelta.

—¡Espere, por favor! —exclama con voz insegura corriendo hacia mí—. Siento haberle tratado tan bruscamente, pero si llega a verle mi hermano…

Dirige una mirada temerosa en dirección a la mansión y puedo ver cómo la máscara de seguridad que cubría su cara se resquebraja. Tras ella asoma una muchacha asustada de poco más de veinte años que clava en mí unos ojos suplicantes.

—Permítame que empiece de cero —me ruega—. Me llamo Lorraine.

—Sé quién es usted —asiento con la cabeza.

Todo el mundo conoce a los hijos y únicos herederos del imperio económico de Edward Williams: los mellizos Frederick y Lorraine.

—¿Por qué no acudió a contratarme personalmente? —pregunto.

Lorraine cambia el peso de su cuerpo de pierna, intranquila. Parece dudar si puede o no confiar en mí. Finalmente, se decide.

—Porque sospecho que mi hermano está implicado en la desaparición de mi padre —susurra.

—¿Su hermano? —inquiero—. ¿Por algún tema relacionado con la fortuna familiar?

Lorraine toma aliento y habla con voz ligeramente temblorosa.

—Es más complejo que eso —responde, insegura—. No me creería aunque se lo contara. Lo que necesito es que vaya cuanto antes a Arabia y encuentre a mi padre, creo que…

La interrumpo.

—Quizás es hora de que sea sincera conmigo y me explique qué está pasando realmente aquí —digo, cruzándome de brazos—. Aunque como le he dicho, creo que tendrá que buscarse a otra persona.

—Por favor, se lo ruego, no me atrevo a confiar en nadie más —dice con desesperación—. Mi hermano… es un hombre poderoso: tiene ojos en todas partes.

—Mmm —murmuro, aún con los brazos cruzados.

Lorraine se muerde el labio.

—Está bien, le contaré todo —dice con un suspiro—. Pero tras que me escuche no me cabe la menor duda de que pondrá pies en polvorosa.

—Póngame a prueba —le digo—. En realidad, no puedo rechazar el caso dos veces, ¿no?

Un atisbo de sonrisa ilumina brevemente el rostro de la muchacha, pero se desvanece con rapidez. Da unos pasos en dirección al caballo y comienza a acariciarle la cabeza con gesto distraído; el equino resopla con deleite.

Por fin, Lorraine se decide a hablar.

—Todo comenzó cuando mi madre aún vivía y mi hermano Frederick y yo éramos niños —explica, no sin cierta nostalgia.

»A mi madre siempre le había atraído todo lo relacionado con lo que ella llamaba «el más allá»: leyendas sobre espíritus, seres mitológicos, antiguas deidades… cualquier cosa que escapase del plano terrenal.

 »Un día, encontró en la biblioteca de la mansión un antiguo grimorio que había pertenecido a la familia durante generaciones. En él se describía a un ser sobrenatural de ilimitado poder que habitaba un plano de realidad diferente al nuestro. Un dios primigenio llamado…

La voz de la muchacha se transforma en un susurro, como si el mero hecho de pronunciar el nombre del ser en voz alta la aterrase.

»Llamado Cthulhu —dice al fin.

Siento cómo se me eriza el vello de la nunca al escuchar el mismo nombre que encontré en el tomo de biblioteca de Arkham y que el encapuchado repetía como un mantra mientras se quemaba vivo… Parece que no iba desencaminado en mis pesquisas.

Sin percatarse de mi reacción, Lorraine retoma la historia.

»Mi madre descubrió además que en nuestra familia había algo… Algo especial que nos unía a este ser desde tiempos inmemoriales. «Vuestra sangre es fuerte», nos decía a menudo a mi hermano y a mí con adoración. Nunca nos explicó a qué se refería.

»La fascinación por esta deidad se convirtió pronto en una obsesión. Mi madre pasaba horas encerrada en su cuarto leyendo el libro una y otra vez.

»Algunas partes estaban escritas en una lengua desconocida, con secciones enteras llenas de símbolos y diagramas que parecían sacados de la cabeza de un loco, pero mi madre los repasaba con insistencia, como si pudiera entenderlos.

»No creo que ni ella misma supiera qué buscaba, pero cuando se sumergía en los símbolos arcanos del libro era como si nada más existiera en el universo: pasaba las páginas del libro en una especie de trance, tarareando por lo bajo una melodía que nunca supe dónde había aprendido.

»Mi madre, una mujer que hasta entonces había sido la alegría de la casa, se tornó en una persona arisca y descuidada.

»Apenas probaba bocado de la comida que le traían los criados, dejó que el pelo le creciera de manera desordenada y se descuidó hasta el punto que su doncella se veía obligada a llevarla a rastras para que tomara un baño.

»Con el tiempo, mi hermano, un muchacho que siempre había sido ya de por sí algo taciturno, se contagió también de la fijación de mi madre y comenzó a pasar horas junto a ella estudiando cada detalle del libro.

»Mi padre estaba profundamente preocupado. Quizás hubiera perdonado durante un tiempo las excentricidades de mi madre, pero no podía dejar que su hijo se sumiera también en semejante locura.

»Un día, tras una acalorada discusión, mi padre le arrancó el libro de las manos y lo arrojó a las llamas. Todavía recuerdo los gritos de desesperación de mi madre: parecía como si pudiera sentir en su piel las llamas que consumían las tapas de cuero.

»Tras la destrucción del libro, mi madre se sumió en la locura. De día se quedaba sentada en el jardín, con la mirada perdida, murmurando por lo bajo sin cesar en una lengua desconocida y entonando aquella extraña melodía. De noche, vagaba en sueños por la mansión y los criados tenían que vigilarla para que no se internara en los bosques. Los doctores instaron a mi padre a recluirla en un sanatorio, pero él se negó: la quería demasiado.

Lorraine suspira.

»Las cosas siguieron así, hasta que un día…

Se le congelan las palabras en la garganta presa de la emoción. La mano con la que acariciaba al caballo se ha detenido y le tiembla visiblemente. Tras ahogar un hipido, consigue completar la frase con dificultad.

»Hasta que un día se cortó las venas —dice al fin, y una lágrima se desliza por su mejilla—. Mientras se le escapaba la vida por las muñecas, escribió en las paredes de su cuarto pasajes enteros del libro… con su propia sangre.

»A mi hermano Frederick lo encontraron en el suelo, sentado frente al cadáver de mi madre, con los ojos clavados en los trazos ensangrentados de la pared.

»Cuando los criados intentaron sacarlo de la habitación, se resistió con uñas y dientes como si se hubiera convertido en una bestia… Luego calló en un mutismo absoluto y tardó meses en volver a hablar. En realidad, nunca volvió a ser el mismo.

La muchacha hace una pausa para secarse la mejilla con el dorso de la mano.

»La relación entre mi hermano y mi padre se rompió para siempre —continua—. Creo que en su fuero interno sigue culpándolo… como si el hecho de haber destruido aquel libro demoniaco hubiera sido el responsable de que mi madre se suicidara.

Lorraine hace una pausa y posa su frente contra la mejilla del caballo. Parece agotada.

»Pero yo sé que no es así: fue aquel libro repugnante lo que la arrastró a la locura —termina la joven con tristeza y se queda en silencio.

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