Índice
1. El sobre.
2. Entre las llamas.
3. Williams Manor.
4. Los sectarios.
(Continuará…)
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Entre las llamas
Subo por la escalera y vuelvo hasta el mostrador de la bibliotecaria: vacío. Adiós a la posibilidad de preguntarle si ha visto a alguien sospechoso.
Antes de volver a la calle, interpelo al guardia de seguridad que hay en la puerta de salida.
Me mira de arriba abajo arqueando una ceja: la verdad es que no debo presentar muy buen aspecto con el abrigo lleno de barro y el pelo despeinado tras la persecución.
Le ofrezco mi mejor sonrisa y finalmente el guardia se encoge de hombros: ha visto salir a muchas personas, como cada día, pero nadie fuera de lo común.
Salgo a la calle. Un viento que sopla sin clemencia desde el Hudson se ha unido a la fina llovizna en un baile gélido. Me sacudo como puedo los restos de barro y me ajusto el cuello del abrigo.
«Muy bien, ¿y ahora qué?».
Tanteo el saquito de especias en el bolsillo de mi chaqueta, pensativo. De alguna forma siento que voy a arrepentirme de esta decisión, pero a pesar de ello echo a andar en dirección a Chinatown.
Los neones de los clubes de jazz y las cafeterías se reflejan en el asfalto creando una Nueva York invertida bajo la ciudad real mientras recorro a pie la corta distancia que separa el Soho del barrio chino.
Cuando llego apenas quedan tiendas abiertas bajo los aleros de las pagodas tradicionales de tejas de cerámica.
Los farolillos de colores iluminan las calles y el olor de los platos exóticos de los puestos callejeros hacen que me ruja el estómago.
Comienzo a deambular sin rumbo deteniéndome en los tenderetes de especias en busca de no sé muy bien qué.
«Necesito un trago», pienso, al notar que comienzan a temblarme las manos: el primer síntoma de privación. A duras penas, refreno las ganas de coger la petaca que siempre llevo en la chaqueta: quiero tener la cabeza despejada…
«En realidad un trago me ayudará a estar más alerta —me digo—. Además, ¿quién no necesitaría un trago tras que hayan intentado matarle?».
Así que bebo un trago que me sabe a gloria.
Suspiro aliviado. Me siento mejor, mucho mejor.
La llovizna ha cesado por fin y los comerciantes se afanan en desaguar las lonas de los toldos y en exponer la mercancía para los últimos clientes del día.
Tras una hora dando vueltas sin éxito siento que estoy buscando una aguja en un pajar y decido cambiar de estrategia: hago señas a un niño que está jugando en la calle para que se acerque. Este, detiene el aro que había estado haciendo rodar con una vara y me mira desconfiado.
Por un instante veo en él a otro niño. Alguien a quien en realidad sé que nunca más podré ver, ni abrazar…
La ilusión se desvanece y de nuevo veo ante mí al niño de la calle que me observa con mirada interrogativa.
Le tiendo una moneda de un cuarto de dólar y esto termina por vencer su reticencia. La coge y la revisa mirándola de cerca. Cuando está satisfecho, la guarda en el bolsillo y me mira de manera interrogativa.
—Te daré cincuenta centavos más si me dices en qué tienda puedo encontrar algo como esto —le explico, mientras agito el saquito de especias ante su cara.
El niño lo inspecciona un instante. Asiente con la cabeza sin decir palabra y me hace señas para que vaya con él.
Cruzamos la calle y le sigo por una serie de callejones estrechos que apestan a pescado podrido. Por el graznido de las gaviotas y el salitre en las tuberías oxidadas adivino que nos estamos acercado a la parte del barrio chino que linda con la bahía del Hudson.
El maullido de un gato al que le molesta nuestra marcha me sobresalta y extiendo la mano hacia el revolver.
El niño me mira divertido y me apremia con un gesto para que continue la marcha.
Finalmente, llegamos hasta una tienda iluminada tenuemente por un farolillo con letras chinas. En el aire flota un olor a canela y nuez moscada mezclado con el de los desperdicios del callejón.
El rapaz señala el local y me tiende la mano, obsequiándome con una sonrisa en la que faltan dos dientes de leche. Tan pronto como le doy la moneda que le había prometido se esfuma corriendo de vuelta por el callejón.
Alerta, empujo la puerta y me reciben las notas lúgubres que escapan de un carillón de bambú.
El interior de la tienda es más amplio de lo que esperaba. A mis ojos les lleva unos segundos acostumbrarse a la tenue iluminación mientras examino la estancia.
Sacos de especias de colores terrosos, hongos y raíces flotando en salmueras en tarros de cristal, pieles de serpiente y ancas de rana colgando del techo y otros productos exóticos que no reconozco se apilan a lo largo y ancho del local iluminados apenas por candiles de gas.
La tienda está desierta excepto por un hombre asiático de mediana edad situado al otro lado del mostrador.
El tendero exhibe unos ojos hundidos en las cuencas y una tez cetrina casi tan amarilla como el curry que se afana en verter en saquitos con un colador.
Me acerco al mostrador estudiando en todo momento su expresión. Si me ha reconocido es muy bueno en disimularlo y no percibo el más mínimo gesto sospechoso.
Observo los saquitos que hay sobre la mesa y se me acelera el pulso al ver que son idénticos al que tengo en el bolsillo.
—Hace una noche de perros ahí fuera, ¿verdad? —le digo.
El hombre me analiza con expresión neutra sin responder. Baja la mirada hacia los saquitos que estoy mirando y de nuevo clava la vista en mí.
—¿Qué desea? —me pregunta por fin tras unos segundos incómodos, haciendo caso omiso a mi comentario. Tiene un marcado acento extranjero, pero juraría que no es chino.
—Me gustaría comprar azafrán —le digo—. De la mejor calidad posible.
—Por supuesto, señor —responde.
Se gira hacia una estantería cercana y comienza a rebuscar entre un montón de tarros llenos de especias.
Vigilo en todo momento sus manos, desconfiado, pero lo único destacable es el tintineo ocasional de los anillos que lleva en los dedos contra el vidrio de los frascos.
Por fin, el tendero encuentra un bote de cristal colmado de hebras de azafrán, vierte una porción en un saquito y me lo ofrece.
—Aquí tiene. Serán 70 centavos, por favor.
Alargo la mano para coger el paquete sintiéndome muy tonto. Estoy aquí, en una tienda perdida de Chinatown creyéndome Hércules Poirot en busca de una pista prometedora y lo único que he conseguido encontrar es… azafrán.
Es entonces cuando lo veo. Una de las mangas de la camisa del hombre se ha retraído y debajo de ella asoma un tatuaje en su antebrazo: una criatura pavorosa de la que surgen tentáculos oscuros…
Nuestros ojos se encuentran y siento que algo ha cambiado. Donde antes había una mirada vacía ahora arde el fuego…
Todo pasa a la velocidad del rayo.
Me agarra por la muñeca dejando caer el saquito de especias y proyecta el frasco de cristal que tiene en la otra mano en un amplio arco intentando golpearme en la cabeza.
Lo evito por centímetros agachándome y el tarro se estampa contra la pared. Aprovecho su ímpetu frustrado para lanzarle un gancho de izquierda con el brazo libre.
Fallo. Es condenadamente rápido.
Me suelta la mano y echa a correr por una puerta abierta tras el mostrador.
—Joder, ¡otra vez no! —grito frustrado.
Salto el mostrador y me precipito en pos del hombre cruzando la puerta. Desemboca en un almacén lleno de mercancía y mientras lo atravieso a toda velocidad me da tiempo a ver un hábito rojo colgado de una percha.
«¡Premio!», me digo, mientras persigo al hombre justo a tiempo de ver cómo se escabulle por una puerta que da a la calle.
Pero esta vez no pienso dejar que escape. Corro a toda velocidad y salgo a un callejón trasero para… «¡Mierda!», atino a pensar mientras tropiezo con el bordillo de la puerta.
Mientras caigo, una tubería de hierro me pasa silbando por encima de la cabeza y oigo cómo golpea con fuerza contra el muro haciendo saltar la mampostería.
El hombre se había apostado tras la pared, y el afortunado traspié me ha salvado milagrosamente de recibir el golpe.
Le agarro del brazo con el que había intentado atizarme y evito una caída segura. Forcejeamos y consigo asestarle un cabezazo con todas mis fuerzas. La nariz le cruje con un chasquido seco y noto, no sin cierta satisfacción, cómo cede el cartílago.
Se lleva las manos a la cara soltando la barra de metal. La sangre le chorrea profusamente por la nariz, pero su aturdimiento dura apenas un instante: gira sobre los talones y emprende de nuevo la huida.
«Esto empieza a convertirse en un hábito», pienso cabreado mientras emprendo una vez más la persecución.
La agilidad del hombre mientras huye por el callejón saltando sobre cajas y cubos de basura es idéntica a la del encapuchado de la biblioteca: pondría la mano en el fuego a que ambos son la misma persona.
Salimos a toda velocidad del barrio chino topándonos de frente con la avenida Roosevelt. El puente de Manhattan aparece entre la bruma como un leviatán que surgiera de las profundidades del mar.
En su precipitada huida, el hombre se lanza de cabeza a la avenida llena de coches. Cláxones y chirridos de llantas sobre el asfalto se suceden mientras consigue milagrosamente cruzar la calle sin que se lo lleven por delante.
Le persigo esquivando a mi vez los coches y recibiendo improperios de los conductores. Para cuando llego al otro lado, el fugitivo corre hacia la zona de muelles del East River intentando dejarme atrás.
Voy tras él por el puerto, esquivando contenedores de madera y barricas de mercancías hacia la playa del Hudson. No hay ni un alma a estas horas de la noche en las dársenas.
Justo cuando creo que voy a conseguir acorralarle, el hombre da un salto prodigioso desde el muelle y aterriza en la arena de la playa tratando de amortiguar el golpe con una voltereta. Cuando se incorpora noto una ligera cojera: ha debido torcerse el tobillo al caer.
Maldigo mientras pierdo unos segundos preciosos en descender utilizando una escala de cuerda y continuo la persecución a lo largo de la playa.
Está tan oscuro que apenas veo por dónde piso, pero su cojera es ahora más acentuada y poco a poco voy recortando la distancia que nos separa.
—¡Alto! —grito cuando lo tengo a menos de cinco metros de distancia.
Amartillo el revolver y le apunto. El hombre se gira lentamente sabiéndose sin escapatoria.
Su figura se recorta contra las negras aguas del Hudson que fluyen espesas a su espalda. La luz de la luna ilumina su tez manchada de sangre y hace que le brillen los ojos como si fueran los de un depredador nocturno. No veo odio en ellos, sino algo más primario que no consigo descifrar.
—Pon las manos donde yo pueda verlas —le espeto mientras me acerco sin dejar de apuntarle con el revolver: no hay nada más peligroso que una bestia que se siente acorralada.
El hombre alza las manos lentamente sobre su cabeza.
—Muy bien, ahora tú y yo vamos a…
Antes de que me dé tiempo a completar la frase, gira una de sus muñecas con la gracia de un prestidigitador y aparece en su mano, como por arte de magia, una ampolla de cristal.
La quiebra apretándola con la mano con un sonoro crack y un líquido transparente se derrama sobre su cabeza y sus hombros empapándole el cuerpo.
—Hai ya’ai Cthulhu nyth yn’gha bthnk ch syha’h —grita con fervor en un idioma gutural.
Sus ojos son ahora blancos como el ópalo y están vueltos hacia el cielo en una mirada ciega. Contemplarlos es como asomarse a dos pozos de locura insondable.
Me llega un olor que me recuerda al aceite de motor y entonces presiento lo que va ocurrir a continuación, aunque no pueda hacer nada por impedirlo.
El hombre chasquea los anillos que lleva en los dedos haciendo saltar una chispa. Ante mi mirada horrorizada el líquido que le chorrea por la cara comienza a arder. Su ropa prende también con rapidez y pronto su cuerpo se convierte en una tea ardiente.
Un alarido inhumano escapa de su garganta mientras se quema vivo delante de mis ojos.
Horrorizado, atino por fin a reaccionar. Me quito la chaqueta y me precipito hacia él intentando apagar las llamas.
Pero es en vano: mi chaqueta comienza a arder y me quemo las manos mientras veo cómo las llamas lo consumen. La virulencia con la que arde es antinatural y el calor que irradia me obliga a retroceder.
Es como si el fuego siempre hubiera estado en el interior del hombre pugnando por salir y ahora lo hubiera dejado escapar en un estallido arrollador.
La piel le burbujea por el intenso calor. El olor a carne quemada me revuelve las tripas mientras la grasa le gotea por el tórax crepitando con llamaradas azules y los ojos se le derriten en las cuencas.
Y durante todo momento, de forma rítmica y gutural, mientras se mece de pie, el hombre no deja de repetir una y otra vez las mismas palabras interrumpidas tan solo en ocasiones por desgarradores gritos de dolor: «Hai ya’ai Cthulhu nyth yn’gha bthnk ch syha’h».
Entonces una visión de pesadilla sustituye la figura del hombre. Unos tentáculos se agitan en la noche como si la membrana que separa nuestra realidad de una dimensión demoniaca se hubiera roto.
Siento una malignidad pura, antediluviana. Una maldad definitiva, aplastante. Una maldad que desafía a todo lo que es bueno, amable, sincero o bello. Una maldad que emana de un ser de insondable poder que ha visto pasar las eras del tiempo. Siento como ese ser ansía…
La visión se desvanece de pronto, como si no hubiera sido más que un espejismo. Ante mí veo de nuevo la figura del hombre asiático que cae por fin al suelo carbonizado.
La sensación de malignidad desaparece, pero me deja un regusto amargo en la boca. Como si despertara adormilado de una pesadilla para entrar en una realidad igualmente horrible.
Me tiemblan las manos. No consigo pensar con claridad. Todo ha pasado demasiado rápido… y ni siquiera estoy seguro de lo que he visto.
Aturdido, me acerco a la pira. El cuerpo se ha consumido a una velocidad sobrenatural y no quedan más que brasas humeantes.
Entre los rescoldos hay un puñal ornamental que ha sobrevivido a las llamas. Lo empujo con el pie para enfriarlo en la arena y lo guardo con cuidado.
El sonido de unas sirenas en la lejanía me saca del shock. No sé qué explicaciones podría darle a la policía sobre lo que acabo de ver, así que me escabullo conmocionado del lugar sin ser visto.
De vuelta en mi despacho termino, tras un par de tragos, con los restos de la petaca. Me saben a poco: necesito algo más fuerte.
Cojo el estuche metálico de la mesa y me dejo caer sobre el sillón. No puedo evitar que me tiemblen las manos de la ansiedad al abrirlo.
Saco un bote de morfina y preparo una jeringuilla, sin molestarme en esterilizarla.
Lo necesito ya.
Me aprieto un elástico en torno al bíceps a modo de torniquete y busco una vena: es fácil encontrarla, pero no tanto dar con una que no esté demasiado maltratada.
Durante un breve instante, me avergüenzo de mí mismo. Alzo la vista y leo mi nombre en letras negras, invertidas, en la ventana que da a la calle: «Daniel Riff. Detective privado».
Bajo la vista hacia las venas azules de mi brazo.
Lo necesito…
Finalmente me pincho, y casi inmediatamente… siento el éxtasis explotar dentro de mí en oleadas de placer.
«Aaaah…».
Paso las pocas horas que me separan hasta el alba con la sensación de estar flotando en una nube, dormitando. Pero incluso a través de los efectos brumosos de la droga, no consigo eliminar de mi retina la visión de pesadilla que vi entre las llamas, y los alaridos proferidos por el hombre mientras ardía retumban aún en mis oídos.
Me encuentro en un callejón sin salida. Sin pistas que seguir más allá de emprender un viaje demencial a Arabia en pos de un hombre perdido en el desierto.
Y mi vida amenazada por unas fuerzas que no acabo de comprender: quizás la visión de pesadilla fuera una alucinación… Pero el hombre que ha muerto ante mis ojos y sus intentos de agresión han sido reales.
No siento miedo. Mi vida me importa bien poco desde que… En fin. En realidad, agradezco que algo me haya sacado de la apatía, aunque sea por unas horas. Lo que siento es… No sé muy bien qué siento, la morfina recorre mis venas… Pero creo que estoy cabreado. Cabreado porque me hayan querido encasquetar un marrón. Eso es… Estoy cabreado.
«Al cuerno con todo —me digo—. Es hora de hacer una visita a la familia Williams y rechazar el caso».
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