Javier López

El cántico de Cthulhu

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Introducción

¡Saludos!

De alguna forma, has llegado hasta aquí. ¡Qué gran fortuna! Y ha caído en tus manos este relato ambientado en el universo de H. P. Lovecraft e ilustrado con arte generativo (MidJourney, Dalle2, Disco Diffusion).

He pasado innumerables horas escribiendo e ilustrando esta historia y espero sinceramente que la disfrutes. En ella va condensado mi amor por los relatos y películas de aventuras clásicos (La Isla del Tesoro, Indiana Jones…) y el horror cósmico que surgió del cerebro de H. P. Lovecraft.

¡Atención, caminante! La historia no está aún completa: iré publicando capítulo a capítulo conforme escribo (cada dos semanas, más o menos).

¡Disfruta! Te prometo que este viaje merecerá la pena.

Nyth, @javilop.

Índice

1. El sobre.

2. Entre las llamas.

3. Williams Manor.

4. Los sectarios.

(Continuará…)

1
El sobre

Nueva York, 1922.

Apago el cigarrillo en un cenicero ya rebosante de colillas y me recuesto en la silla.

Con los ojos entrecerrados, dejo que el repicar de la lluvia en el exterior y el tintineo del hielo en mi vaso me arrullen.

Es el último trago de una botella de puro whisky irlandés de contrabando que he aceptado como pago por un caso y estoy decidido a disfrutarlo.

Pero mis pensamientos se han puesto de acuerdo para no darme tregua.

El trabajo no va bien. Nunca lo ha ido. Maridos celosos, compañías de seguros que no se tragan supuestas lesiones… Todos pagan mal y todo son aburridos de cojones.

Y por debajo de todo eso, siempre al acecho, “el remolino”: los recuerdos de esa funesta noche, la carretera llena de curvas…

Agito la cabeza en un intento de mantenerme a flote.

Para distraerme, echo un vistazo a la placa de detective privado que hay sobre mi mesa. Evito mirar el estuche metálico que hay junto a ella. La dentellada de la necesidad es apremiante, pero consigo dominar la urgencia. «Más tarde —pienso—, de momento es suficiente con el alcohol».

Cojo la placa y la sopeso en la mano.

El humo se arremolina en mi despacho creando caprichosos tirabuzones que dan vueltas sin parar como mis pensamientos.

—¡A la mierda! —me digo—. Quizás ya es hora de aceptar ese puesto de guardia de seguridad que me ofrecieron.

Un ruido procedente del pasillo interrumpe mis devaneos. Me giro hacia la puerta justo a tiempo de ver una sombra deslizarse bajo ella.

Me levanto y me asomo al pasillo. El corredor está vacío, pero capto en el aire un sutil aroma a perfume de lilas.

Me encojo de hombros y es entonces, antes de volver a entrar en mi despacho, cuando lo veo: alguien ha deslizado un sobre lacrado bajo la puerta.

«Williams Manor —silbo reconociendo el sello—, una familia de auténticos pastudos».

Dentro del sobre me sorprenden una generosa suma de dinero, un recorte de periódico y una nota sin firmar: «Por favor, encuentre a este hombre y hágalo con discreción. Correremos con todos los gastos, considere esto un adelanto».

Me centro en el recorte y leo los párrafos con rapidez: habla sobre la desaparición de un aristócrata en una exploración arqueológica en Arabia.

El famoso Lord Edward, cabeza de familia de Williams Manor. Un hombre poderoso que se codea con el mismísimo Rockefeller… o se codeaba.

La noticia, en exceso morbosa, se regodea en cómo el desierto se tragó al viejo millonario y a todos los integrantes de su expedición sin dejar rastro.

También hace alusiones a otras desdichas sufridas por la familia en el pasado y las extravagancias de Lady Sofía, fallecida hace años.

Me dejo caer sobre la silla de mi despacho.

Giro el sobre y un esquema dibujado a lápiz que no había visto hasta el momento cae sobre mi mesa: una figura siniestra rodeada de símbolos enigmáticos.

Sin motivo aparente, un escalofrío me recorre la espalda.

«¿Por qué no ha dado la cara la persona que me ha contratado? —me pregunto—. ¿Y por qué ha acudido mí, un auténtico don nadie? ¿Y qué significa el extraño dibujo a lápiz?».

Demasiadas preguntas…

Sonrío al percatarme de que todo se parece absurdamente al inicio de una novela de esa escritora que ha saltado recientemente a la fama… «Agatha Christie», me digo recordando su nombre.

Mi intuición me dice que rechace el caso, pero mi cerebro ya se ha puesto en marcha.

La última vez que se vio con vida a Lord Edward fue hace un mes en un asentamiento cerca de Riad. Cada día que pase cualquier pista que pueda ayudar a dar con su paradero se irá enfriando.

Me sorprendo poniéndome el abrigo y saliendo a la calle. Es tarde, pero aún faltan dos horas hasta que cierre la biblioteca de Arkham donde se encuentran los tomos más antiguos sobre arqueología.

Aún no sé si aceptaré el caso, pero una tarde entre libros no me puede hacerme daño, ¿verdad?

Recorro la ciudad refugiándome de la lluvia bajo los aleros de los edificios. El ruido de los cláxones se mezcla con el de los vendedores ambulantes en una cacofonía sin fin, y los humos de las alcantarillas compiten por inundar mis fosas nasales.

Me encanta esta ciudad.

Camino por la avenida Bowery hasta el Soho y voy esquivando borrachos y mujeres que ofrecen sus servicios a la noche hasta llegar a una zona menos transitada.

Allí, bajo la luna llena, iluminada apenas por la luz de las farolas, se yergue la biblioteca de Arkham.

Una ráfaga de viento me obliga a sujetar el sombrero. La lluvia arrecia y me apresuro a entrar en el edificio.

Me recibe una amplia sala, prácticamente desierta, de altos techos y estanterías repletas de libros que abarcan todo el espacio perdiéndose en las sombras.

El silencio es sepulcral e intento que mis pasos no creen ecos al acercarme al mostrador.

La bibliotecaria, una mujer con muchas primaveras en su haber y la mirada de un ave de presa, hace caso omiso de mi presencia afanada en sus papeles.

Por fin, hastiada, levanta la vista.

—¿Y bien? —me espeta sin pronunciar siquiera un saludo.

—Estoy buscando… —respondo dubitativo—. Cualquier información que pueda proporcionarme sobre yacimientos arqueológicos en Arabia.

La mujer se ajusta las gafas de montura y frunce el ceño.

—Tendrá que ser algo más concreto, caballero —grazna—. Tenemos más tomos sobre el tema de los que usted podría digerir en toda una vida.

Tras meditarlo, me llevo la mano al bolsillo de la chaqueta y saco el bosquejo de la enigmática figura.

—No estoy seguro —digo—, pero quizás esto tenga alguna relación con lo que busco.

La bibliotecaria observa el dibujo y veo brillar en sus ojos una chispa de reconocimiento.

—Venga conmigo —dice de forma sucinta.

Sin mediar más palabra, abandona el mostrador y me apresuro a seguirla por uno de los pasillos de la biblioteca. Atravesamos un largo corredor que desemboca en una escalera de caracol de hierro forjado y descendemos por ella.

—Los tomos sobre historia antigua los guardamos en el sótano —aclara.

—¿Tan antiguo es? —pregunto.

—Lo que usted está buscando no solo es historia antigua… sino, según la mayoría de los historiadores, apócrifa. Poco más que mitos y leyendas.

La escalera termina de forma abrupta en un sótano mal iluminado. El olor a tierra húmeda me hace recordar al de un osario.

Avanzamos por un corredor estrecho que me obliga en ocasiones a agacharme y llegamos por fin hasta una salita forrada de estanterías.

—Aquí puede que encuentre lo que anda buscando —me dice, señalando un estante repleto de libros polvorientos—. Las obras completas de Sir Arthur Maxwell. Dedicó toda su vida a estudiar los mitos de Arabia… y a los Primigenios.

—¿Los Primigenios? —pregunto.

La mujer esboza una mueca que pretende ser una sonrisa mostrando unos dientes picados.

—Léalo usted mismo y… bueno, intente no acabar como él —añade con una mirada rapaz.

—¿A qué se refiere?

—Loco —aclara—. Sir Arthur acabó en El Asilo de Lunáticos de Nueva York. Perdió la cabeza.

Tras decir esto, se gira y echa andar de regreso, dejándome a solas con el zumbido de las bombillas eléctricas como única compañía. La sigo con la mirada por el pasillo hasta que las sombras engullen su figura.

«Bien, manos a la obra», me digo.

Cojo el primero de los tomos y comienzo a ojearlo sin saber muy bien qué pretendo encontrar. El cuero de la portada tiene un tacto rugoso… «Como piel muerta», me sorprendo pensando.

La obra de Sir Arthur es extensa y está repleta de enrevesados diagramas, estudios de lenguas prerrománicas y descripciones esotéricas de cultos largo tiempo olvidados.

«Como para no volverse loco», me digo a mí mismo.

Tomo tras tomo, voy girando con cuidado las páginas para evitar desprenderlas de las tapas de cuero estriado.

Por fin, en uno de los libros más desgastados por el paso del tiempo, encuentro unos diagramas que me recuerdan al misterioso bosquejo a lápiz.

Un párrafo llama mi atención: «Perdida en el desierto de Arabia se halla la ciudad de Arkba’len, enterrada bajo la arena de las dunas desde tiempos inmemoriales. Susurran los ancianos por la noche alrededor de las fogatas que allí, atrapado en una condena eterna, mora…».

Un crujido proveniente del pasillo, apenas perceptible, hace que gire la cabeza y escudriñe la oscuridad… Nada.

«Es solo tu imaginación —me digo—. Tan solo son un edificio antiguo y sus ruidos».

Retomo la lectura en otro párrafo: «La arquitectura de la ciudad no corresponde a ninguna civilización conocida y son pocos los textos en aklo, la lengua maldita, encontrados. Dice así la palabra: “Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu Arkba’len wgah’nagl fhtagn”», que significa…

De repente, me sobresalta un zumbido y contemplo atónito un dardo clavado en la estantería a escasos centímetros de mi cabeza.

Actuando por instinto, retrocedo de un salto y un segundo dardo atraviesa el aire donde hacía un instante estaba mi cuello.

Me giro para enfrentarme a la amenaza y veo con asombro una figura encapuchada apuntándome con una cerbatana.

Tan solo cuento con unos segundos para reaccionar: me abalanzo hacia él utilizando el libro para proteger mi cabeza y otro dardo se clava en la tapa de cuero.

El encapuchado, al ver que voy a darle alcance, se gira en redondo y emprende la huida.

Sin pensarlo, le persigo por los laberínticos pasillos del sótano y salto por encima de una estantería que mi atacante derriba para entretenerme. El libro se me escurre de las manos y lo dejo caer al suelo.

Su velocidad es endiablada y por momentos consigue dejarme atrás. Jadeando, llego hasta un cruce de pasillos y desenfundo mi revolver…

«¿Dónde…?».

El zumbido de otro dardo que falla de nuevo por centímetros me desvela su posición.

Ha conseguido encaramarse a lo alto de unas estanterías.

—¡Alto o disparo! —grito, apuntándole.

La figura hace caso omiso de mis palabras y reanuda la huida con una agilidad sobrenatural. Le persigo intentando orientarme por la maraña de pasillos hacia el fondo del sótano.

Justo cuando comienzo a pensar que voy a arrinconarle, el encapuchado salta con agilidad sobre unos sacos de tierra apilados y consigue escabullirse por una claraboya que da a la calle.

Le sigo con dificultad hasta el exterior, resoplando y manchándome el traje de barro.

La calle está desierta, sin rastro de mi atacante. Corro en una dirección al azar y lo busco con la mirada… Sin éxito.

—¡Joder! —grito frustrado.

Sopeso mis opciones. Puede haber escapado en cualquier dirección, sería absurdo intentar encontrarlo… Tampoco tengo ni la más remota idea de por qué un encapuchado de rojo ha estado jugando a la diana conmigo, pero sin duda debe estar relacionado con el caso.

Parece que alguien se ha puesto nervioso cuando he comenzado a escarbar.

Regreso hasta el ventanuco que da al sótano. Puede que el libro que estaba ojeando consiga arrojar algo de luz sobre el asunto… o como mínimo podré examinar los dardos en busca de una pista.

 —Vuelta a arrastrarme —digo con sorna, y entro de nuevo en el edificio.

Regreso hasta el pasillo con la estantería volcada y… ¡Sorpresa! No encuentro el libro donde lo dejé caer. Aunque no tengo la más mínima duda de que debería estar allí.

Desenfundo el revolver: había alguien más aquí abajo. Alguien que quizás siga aquí, agazapado entre las sombras.

Regreso con mis sentidos alerta hasta la salita con los tomos de Sir Arthur y confirmo lo que empezaba a temer: los dardos también han desaparecido.

«¿Cuántas salidas tendrá el sótano?», pienso.

Justo cuando he tomado la decisión de subir a la planta principal y preguntarle a la bibliotecaria si ha visto a alguien salir, un objeto en el suelo llama mi atención.

En el pasillo donde me asaltó el encapuchado hay un saquito de seda. Lo recojo y lo abro con cuidado. En el interior hay unas hebras de color rojo. Reconozco el aroma que desprenden: azafrán.

Solo hay un lugar en el que se puedan encontrar saquitos de especias de este tipo: el mercado de especias de China Town.

Es una pista débil, pero no tengo ninguna otra.

¿Se le cayó a mi atacante durante la huida? ¿O están intentando atraerme a una trampa?

La otra opción es irme a casa y olvidarme de todo esto… Pero de nuevo me sorprendo poniéndome en marcha. La adrenalina liberada durante la persecución ha hecho que se active algo primario en mí.

Ahora no puedo parar.

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